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Fluir con la vida



Maria Pinar Merino Martin

08/01/2022

Hubo un tiempo en que los seres humanos creían que la realidad era algo objetivo y que estaba formada por todo aquello que se podía pesar, medir y tocar. Un tiempo en que la ciencia enmarcaba las coordenadas de la vida dentro de un espacio cerrado y aislado del exterior. Creían que el universo estaba formado por materia sólida, que los átomos, compactos e indestructibles, eran los ladrillos con los que se construía el mundo material; que existían tres dimensiones; que el movimiento seguía unas leyes fijas; que la evolución del tiempo marcaba una dirección lineal (pasado, presente y futuro); que la vida era fruto del azar y la conciencia un invento metafísico de los filósofos; que el ser humano era una máquina biológica capaz de pensar; que el mundo, en definitiva, funcionaba como un complejo mecanismo de relojería en el que las piezas eran sustituibles por otras cuando se estropeaban... Todo ello formaba parte del modelo científico imperante: el newtoniano.



Photo by Aaron Burden on Unsplash
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Sin embargo, el avance del pensamiento humano ha llevado a muchos individuos a replantearse esos paradigmas, lo que los ha llevado a generar el modelo einsteniano. Surgen, así, unos nuevos paradigmas que nos hablan de macrocosmos y microcosmos y su constante interrelación; que consideran que los átomos están formados por protones, neutrones y electrones; que existen partículas mucho más pequeñas (subatómicas) que tienen la facultad de comportarse como onda y partícula a la vez; que la materia está regida por probabilidades estadísticas de su tendencia a existir; que la nada o el vacío no existe sino que ahora se llama espacio dinámico; que la conciencia crea la realidad y no al revés; que el universo cotidiano está formado por una compleja red de eventos y relaciones; que el espacio no es tridimensional ni el tiempo lineal; que existe una cuarta dimensión: el espacio-tiempo; que no hay espacio vacío sino que el universo es un campo continuo de densidad variable; que materia es igual a energía; que conciencia no es lo mismo que cerebro sino que se trata del tejido original del universo...
 
Vivimos momentos terribles y apasionantes. Terribles por la inestabilidad que suponen los tremendos cambios a los que nos vemos abocados cada día y apasionantes porque eso conlleva una posibilidad de aprendizaje y desarrollo como nunca habíamos tenido. Y es que, aunque la ciencia publique nuevos descubrimientos que rompen los límites antes establecidos, el hecho de que se haya logrado dibujar el mapa genético al 99% parecen sucesos que no afectan a nuestra vida, pero enseguida nos damos cuenta de que no es así.
 
Las nuevas concepciones sobre el ser humano y el mundo que le rodea calan a todos los órdenes de la existencia y transforman nuestro día a día.

Photo by Jared Rice on Unsplash
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Las ideas y la creación

Ahora más que nunca podemos comprobar cómo las ideas germinan en campos energéticos y cómo cuando son alimentadas por muchas mentes, que comparten ese mismo pensamiento, se produce una explosión de esa información y toda la especie se impregna del nuevo conocimiento. Esa es la teoría de los campos morfogenéticos de Rupert Sheldrake, unas ideas que cada vez se alejan más del mundo teórico para convertirse en una realidad perfectamente contrastable.
 
Algunos conceptos quedan obsoletos para dejar paso a otros nuevos, otras veces se rediseñan para acercarlos un poco más a la realidad social que el ser humano demanda. No cabe duda que en las próximas décadas vamos a asistir a una reestructuración total de nuestro mundo, un cambio ya imparable que intentará satisfacer las necesidades internas de la persona, dando más cabida al mundo espiritual del que hemos estado tan desgajados, tan desconectados.
 
Porque ya hay muchas personas que valoran más el tiempo que el dinero, el sentirse bien consigo mismos que el tener más cosas, el disfrutar de relaciones interpersonales satisfactorias que el tener poder sobre los demás, el sentirse útil en el trabajo en vez de convertirlo en su fin, el deseo de aprender y asumir riesgos contra la comodidad de lo conocido... Una escala de valores, en definitiva, que se está dando la vuelta por completo, aunque, como se produce de forma paulatina, quizás no seamos muy conscientes de ello.
 
Y uno de los esquemas que más nos cuesta erradicar de nuestra vida es el de nuestra imperiosa necesidad de hacer. Desde bien pequeños hemos aprendido la importancia de ser útil, de ser productivo, de que hagas cosas que tengan repercusión en tu entorno, de que tanto haces, tanto tienes y, como consecuencia, tanto vales. La crisis de la jubilación es una buena muestra de ello: cuando la persona deja de sentirse productiva para la sociedad entra en depresión y se considera un trasto inútil que sólo puede esperar la muerte. Las estadísticas sobre las enfermedades ya sean físicas o mentales que aparecen en el primer año de jubilación son prueba más que suficiente.
 
Y es que internamente hemos incorporado que si hacemos nos quieren, nos aceptan, nos valoran y ese mecanismo funciona en todas las facetas de nuestra vida: tenemos que hacer y si es con buenos resultados mejor. Posiblemente, el impulso –como todos los impulsos originales– fuera bueno, puesto que la expresión, la acción es una parte fundamental del ser humano, es su forma de contrastar y aprender. Sin embargo, con el paso de los años quizá ese impulso se haya convertido en una carrera desenfrenada por estar siempre ocupados haciendo algo.                 
 
En muchos sectores el ocio se considera una pérdida de tiempo y por eso contratamos unas apretadas vacaciones que la agencia nos organiza asegurándonos que no tendremos ni un momento libre.

Photo by Amanda Vick on Unsplash
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Se prima el “HACER” aunque eso nos aleje del “SER”

Es por eso que en estos tiempos donde se hace imprescindible la auto-observación sea necesario pararse un momento para revisar cuál es nuestra actitud en este orden de cosas. Es posible que el resultado nos sorprenda. ¿Cuánto tiempo al cabo del día nos dedicamos a nosotros mismos? Y no me refiero a salir corriendo de la oficina e ir al gimnasio para intentar eliminar el estrés recurriendo a machacarnos físicamente durante una hora, para salir después rápidamente intentando evitar el atasco de vuelta que nos va a impedir llegar a casa a una hora razonable. Me refiero a tiempo para estar con uno mismo, para sentirnos y escucharnos, para escudriñar en nuestro interior buscando qué nos hace feliz y qué nos aleja de nuestro centro; un tiempo de silencio, de ausencia de estímulos, un tiempo para pasear, leer o escuchar música, un tiempo de no hacer... dejar que transcurran los minutos ocupándonos con pasión de nosotros mismos. Leí no hace mucho que la acción era la actividad externa pero la pasión era la acción interna, la acción que tiene como origen y como destino nuestro ser interior.
 
Ese concepto de Eric Fromm resonó con fuerza en mí, envuelta casi siempre en la vorágine del hacer, de la implicación, de la efectividad... y conecté con esa necesidad de estar simplemente presente en los lugares y con las personas, pero ejerciendo esa presencia consciente, porque el silencio, las miradas, el sólo hecho de estar con consciencia es ejercitar esa pasión de la que nos habla Fromm. En esos momentos uno se siente tremendamente vivo porque al pararse percibe la cantidad de cosas que suceden a su alrededor, tiene tiempo para observar el paisaje y a las personas con las que se cruza en la vida, se da cuenta de que suceden cosas a su alrededor que le van dando pistas sobre el camino a seguir. ¿Suceden cosas diferentes por ese cambio de actitud? Seguramente, no. Los hechos serán los mismos, pero al poner ahí nuestra atención los hacemos conscientes.
 
Será necesario incorporar la idea de que a veces el empeño en resolver una situación puede convertirse en un obstáculo, que la resistencia al cambio causa dolor. Incorporar que en algunos momentos es beneficioso abrirse a energías más sutiles y que sean ellas las que conduzcan nuestros pasos. No se trata de abrir un buzón de problemas y encargos e ir depositando en él nuestras dificultades en la vida, sino de incorporarse a un proceso de fluir con las circunstancias, eso sí, manteniendo siempre la atención y la presencia conscientes. No se trata de dejar en “manos de otros” lo que nos preocupa, sino de aceptar eso que tantas veces hemos leído: que el Universo nos cuida.
 
Fluir con la vida, eliminar la resistencia –que tanto dolor provoca-, entregarse con la confianza de que la vida nos proporcionará las experiencias que necesitamos en cada momento.




              



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