Redactado en base al testimonio de Marina Gómez - Segovia
El silencio forzado
Todo empezó como un simple corte. Algo que uno espera que se solucione en minutos. Pero esta vez no fue así. Las horas pasaron. Las neveras dejaron de zumbar. Los móviles murieron lentamente. Y el silencio se volvió denso, pesado, real.
En mi edificio, el ascensor dejó de funcionar con una vecina mayor dentro. Nos turnamos con una linterna para tranquilizarla. Era la primera vez que hablaba con ella más de dos frases. Afuera, los coches se detenían y la gente salía a las calles. Algunos encendían velas en las ventanas. Otros bajaban con sillas plegables y se sentaban a conversar.
Redescubrir lo olvidado
Sin electricidad, los relojes parecían moverse más lento. No había nada que “hacer”. Nadie respondía mensajes. Nadie “posteaba” lo que pasaba. Por primera vez en mucho tiempo, nuestras conversaciones no tenían filtros, notificaciones ni distracciones.
Vi a niños jugar a la luz de una linterna. Escuché carcajadas sinceras en medio de una ciudad que, por costumbre, vive apurada. Sentí una especie de pausa colectiva que nos obligó a estar presentes, sin excusas ni tecnología de por medio.
¿Y si esto nos enseña algo?
Socialmente, el apagón dejó claro lo frágiles que somos. Dependemos absolutamente de una red eléctrica para vivir, comunicarnos, movernos. Pero también reveló algo más profundo: lo mucho que hemos externalizado la conexión humana.
No hablo de una nostalgia barata por el pasado. Hablo de mirar a los ojos, de escuchar sin auriculares, de estar sin mirar una pantalla cada tres segundos. El apagón fue incómodo, sí. Pero también fue, para muchos, un recordatorio de que la vida está ocurriendo aquí, ahora, sin cables.
Cuando volvió la luz
La electricidad volvió, poco a poco, después de casi 10 horas. Las neveras arrancaron. Las pantallas se encendieron. Las notificaciones volvieron a sonar. Y sin darnos cuenta, cada uno volvió a su rincón, a su rutina, a su burbuja.
Pero algo cambió. En mi calle, desde entonces, hay saludos donde antes había silencio. Conozco el nombre de la vecina del cuarto. Y en algún rincón de la memoria, queda esa noche en que todo se apagó... para que nosotros, por un instante, nos encendiéramos.
Todo empezó como un simple corte. Algo que uno espera que se solucione en minutos. Pero esta vez no fue así. Las horas pasaron. Las neveras dejaron de zumbar. Los móviles murieron lentamente. Y el silencio se volvió denso, pesado, real.
En mi edificio, el ascensor dejó de funcionar con una vecina mayor dentro. Nos turnamos con una linterna para tranquilizarla. Era la primera vez que hablaba con ella más de dos frases. Afuera, los coches se detenían y la gente salía a las calles. Algunos encendían velas en las ventanas. Otros bajaban con sillas plegables y se sentaban a conversar.
Redescubrir lo olvidado
Sin electricidad, los relojes parecían moverse más lento. No había nada que “hacer”. Nadie respondía mensajes. Nadie “posteaba” lo que pasaba. Por primera vez en mucho tiempo, nuestras conversaciones no tenían filtros, notificaciones ni distracciones.
Vi a niños jugar a la luz de una linterna. Escuché carcajadas sinceras en medio de una ciudad que, por costumbre, vive apurada. Sentí una especie de pausa colectiva que nos obligó a estar presentes, sin excusas ni tecnología de por medio.
¿Y si esto nos enseña algo?
Socialmente, el apagón dejó claro lo frágiles que somos. Dependemos absolutamente de una red eléctrica para vivir, comunicarnos, movernos. Pero también reveló algo más profundo: lo mucho que hemos externalizado la conexión humana.
No hablo de una nostalgia barata por el pasado. Hablo de mirar a los ojos, de escuchar sin auriculares, de estar sin mirar una pantalla cada tres segundos. El apagón fue incómodo, sí. Pero también fue, para muchos, un recordatorio de que la vida está ocurriendo aquí, ahora, sin cables.
Cuando volvió la luz
La electricidad volvió, poco a poco, después de casi 10 horas. Las neveras arrancaron. Las pantallas se encendieron. Las notificaciones volvieron a sonar. Y sin darnos cuenta, cada uno volvió a su rincón, a su rutina, a su burbuja.
Pero algo cambió. En mi calle, desde entonces, hay saludos donde antes había silencio. Conozco el nombre de la vecina del cuarto. Y en algún rincón de la memoria, queda esa noche en que todo se apagó... para que nosotros, por un instante, nos encendiéramos.
Reflexión de María Pinar Merino - Madrid
La solidaridad, la implicación, el servicio, la entrega
Cuando sufrimos un hecho doloroso, cuando vemos que afecta a mucha gente y sentimos que hay otros a nuestro lado que necesitan ayuda, surge en nosotros una respuesta de ayuda, apoyo, socorro… ese es el germen de la generosidad, de la implicación, de la entrega, del servicio, en definitiva. Eso fue lo que pasó el 28 de Abril. Cuando la gente se dio cuenta de que el apagón podía alargarse en el tiempo, la gente salió de sus casas a ver cómo estaban sus vecinos, se ofrecieron para ayudar a los más vulnerables: los ancianos, los enfermos… Se buscaron linternas y pilas para repartir, se reunieron alrededor del transistor de pilas que alguien había encontrado, los habitantes del pueblo más cercano a donde se había quedado detenido un tren corrieron a llevar agua y comida a los viajeros al darse cuenta de que llevaban varias horas bloqueados, ante la ausencia de semáforos hubo voluntarios que se pusieron a dirigir el tráfico, personas con coche que se ofrecían para llevar a los que estaban muy lejos de su casa, la Cruz Roja, la UME y otras organizaciones repartieron botellas de agua, comida y mantas en las estaciones de tren, en los centros cívicos se acondicionaron espacios para personas que estaban de paso o necesitaban un lugar para dormir, los taxistas se ofrecían para llevar a los enfermos a los hospitales… las necesidades más urgentes fueron atendidas por profesionales pero también por gente corriente que estaba dispuesta a responder para aliviar las dificultades de los demás…
Eso ha sido identificado desde la psicología como una nueva emoción:
La elevación
“Esta emoción positiva, traducida del inglés elevation (término acuñado por el psicólogo y filósofo Jonathan Haidt) se expresa como un fuerte sentimiento de afecto en el pecho que ocurre cuando se presencian actos que reflejan lo mejor del ser humano, provocando en los demás el deseo de ser mejores personas. La elevación es lo que experimentamos cuando, por ejemplo, se observa que alguien necesita ayuda o está en situación de riesgo. Experimentar esta emoción hace más factible que queramos ayudar a otras personas. De acuerdo con Seligman (2002), lo anterior tiene importantes beneficios psicológicos y sociales, pues las personas que llevan a cabo lo descrito en el ejemplo se sienten orgullosas de sus acciones, al tiempo que los individuos que son ayudados sienten una extrema gratitud (Fredrickson, 2001). Lo anterior bien podría ser definido como un bumerang de actos positivos que permite mejorar la calidad de vida de las personas.”
Está claro que cuando experimentamos la emoción de la elevación surge el deseo de ser más cooperativos, las ganas de ayudar a otros, el impulso de pasar a la acción para paliar el dolor ajeno. Por otra parte, las personas que reciben la ayuda sienten gratitud (otra emoción positiva importantísima), pero también los que son testigos de los hechos pueden sentirse “contagiados” por le elevación que ven en el otro, creándose una espiral positiva de efectos sociales muy beneficiosos, generándose solidaridad, altruismo, cooperación… lo que conduce a una mayor cohesión del tejido social.
Pero… os invitamos a una reflexión: ¿Y si no tuviéramos que esperar a vivir situaciones dramáticas o críticas para sacar lo mejor de nosotros mismos? ¿Y si la compasión estuviese presente en cada una de nuestras respiraciones, atentos siempre para responder de la mejor manera? ¿Y si fuéramos conscientes de todo lo que está en nuestra mano para ayudar, socorrer, alentar, sostener…? ¿Y si fuéramos capaces de contagiarnos de los buenos ejemplos que vemos a nuestro alrededor? ¿Y si aprovecháramos cualquier oportunidad para iniciar esa ola de buenas acciones que será sin duda secundada con sus propias respuestas por los que están presentes? ¿Y si tuviéramos ya la suficiente madurez para alinear nuestra ATENCION (mente), con nuestra INTENCIÓN (corazón) y nuestra ACCIÓN (manos a la obra)?
Un Mundo Mejor es posible pensando globalmente y actuando localmente, en nuestro pequeño territorio, conscientes de que las acciones que llevemos a cabo en él repercuten en todo el planeta… y cuando esas acciones se lleven a cabo por cientos, miles, millones de personas… el cambio a una sociedad armónica será una realidad. Estamos construyendo el futuro, ¿te apuntas?
Cuando sufrimos un hecho doloroso, cuando vemos que afecta a mucha gente y sentimos que hay otros a nuestro lado que necesitan ayuda, surge en nosotros una respuesta de ayuda, apoyo, socorro… ese es el germen de la generosidad, de la implicación, de la entrega, del servicio, en definitiva. Eso fue lo que pasó el 28 de Abril. Cuando la gente se dio cuenta de que el apagón podía alargarse en el tiempo, la gente salió de sus casas a ver cómo estaban sus vecinos, se ofrecieron para ayudar a los más vulnerables: los ancianos, los enfermos… Se buscaron linternas y pilas para repartir, se reunieron alrededor del transistor de pilas que alguien había encontrado, los habitantes del pueblo más cercano a donde se había quedado detenido un tren corrieron a llevar agua y comida a los viajeros al darse cuenta de que llevaban varias horas bloqueados, ante la ausencia de semáforos hubo voluntarios que se pusieron a dirigir el tráfico, personas con coche que se ofrecían para llevar a los que estaban muy lejos de su casa, la Cruz Roja, la UME y otras organizaciones repartieron botellas de agua, comida y mantas en las estaciones de tren, en los centros cívicos se acondicionaron espacios para personas que estaban de paso o necesitaban un lugar para dormir, los taxistas se ofrecían para llevar a los enfermos a los hospitales… las necesidades más urgentes fueron atendidas por profesionales pero también por gente corriente que estaba dispuesta a responder para aliviar las dificultades de los demás…
Eso ha sido identificado desde la psicología como una nueva emoción:
La elevación
“Esta emoción positiva, traducida del inglés elevation (término acuñado por el psicólogo y filósofo Jonathan Haidt) se expresa como un fuerte sentimiento de afecto en el pecho que ocurre cuando se presencian actos que reflejan lo mejor del ser humano, provocando en los demás el deseo de ser mejores personas. La elevación es lo que experimentamos cuando, por ejemplo, se observa que alguien necesita ayuda o está en situación de riesgo. Experimentar esta emoción hace más factible que queramos ayudar a otras personas. De acuerdo con Seligman (2002), lo anterior tiene importantes beneficios psicológicos y sociales, pues las personas que llevan a cabo lo descrito en el ejemplo se sienten orgullosas de sus acciones, al tiempo que los individuos que son ayudados sienten una extrema gratitud (Fredrickson, 2001). Lo anterior bien podría ser definido como un bumerang de actos positivos que permite mejorar la calidad de vida de las personas.”
Está claro que cuando experimentamos la emoción de la elevación surge el deseo de ser más cooperativos, las ganas de ayudar a otros, el impulso de pasar a la acción para paliar el dolor ajeno. Por otra parte, las personas que reciben la ayuda sienten gratitud (otra emoción positiva importantísima), pero también los que son testigos de los hechos pueden sentirse “contagiados” por le elevación que ven en el otro, creándose una espiral positiva de efectos sociales muy beneficiosos, generándose solidaridad, altruismo, cooperación… lo que conduce a una mayor cohesión del tejido social.
Pero… os invitamos a una reflexión: ¿Y si no tuviéramos que esperar a vivir situaciones dramáticas o críticas para sacar lo mejor de nosotros mismos? ¿Y si la compasión estuviese presente en cada una de nuestras respiraciones, atentos siempre para responder de la mejor manera? ¿Y si fuéramos conscientes de todo lo que está en nuestra mano para ayudar, socorrer, alentar, sostener…? ¿Y si fuéramos capaces de contagiarnos de los buenos ejemplos que vemos a nuestro alrededor? ¿Y si aprovecháramos cualquier oportunidad para iniciar esa ola de buenas acciones que será sin duda secundada con sus propias respuestas por los que están presentes? ¿Y si tuviéramos ya la suficiente madurez para alinear nuestra ATENCION (mente), con nuestra INTENCIÓN (corazón) y nuestra ACCIÓN (manos a la obra)?
Un Mundo Mejor es posible pensando globalmente y actuando localmente, en nuestro pequeño territorio, conscientes de que las acciones que llevemos a cabo en él repercuten en todo el planeta… y cuando esas acciones se lleven a cabo por cientos, miles, millones de personas… el cambio a una sociedad armónica será una realidad. Estamos construyendo el futuro, ¿te apuntas?