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¿Sevilla?



Néstor Rufino

24/07/2015



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Discutir es algo que nunca me ha gustado, pero parece que no puedo evitarlo... Mi amigo Joan me saca de mis casillas un día sí y otro también, pero a pesar de todo, a pesar del tema en discordia, por lo demás, se puede decir que no nos llevamos mal del todo... Hoy volvió a decirme que qué bonita está Barcelona... Le contesté que no estábamos en Barcelona, sino en Sevilla y ahí empezó de nuevo la discusión. Pues sí, discutimos porque no nos ponemos de acuerdo sobre en qué ciudad estamos... La cosa se complica cuando otros dos amigos opinan de forma diferente... Kamal dice que estamos como regaderas, que esta ciudad es Nueva Delhi. ¡Nueva Delhi! Henry, sin embargo, se decanta porque vivimos en Londres... En resumen: no sabemos dónde puñetas estamos.

La verdad es que Sevilla no está del todo como la recordaba... Mi ausencia temporal de la ciudad ha debido de coincidir con algún evento importante, ya que veo muchos cambios en los edificios y en las gentes, pero Sevilla sigue siendo Sevilla. Sevilla “tiene un color especial”, al menos eso dicen, y yo siento a mi ciudad en el corazón. Cierro los ojos, huelo el aire y mis sentidos me vuelven a gritar: “¡estás en Sevilla!”

- ¿No veis la Giralda, ese “pedazo de torre” tan grande? Y la Catedral...

- Me temo que estás señalando al Big Ben, mi querido amigo...

No sé si es mejor hacer la vista gorda y no discutir. Que cada cual piense lo que quiera... 

Fuimos de paseo por la playa... Esto es algo raro... ¡Sevilla no tiene playa! Allí charlamos los cuatro y defendimos nuestras posturas lo mejor que pudimos, aunque todos nos sentimos bastante extraños en un lugar que no parece encajar con ninguno definitivamente, pero al que identificamos con nuestra ciudad, con nuestro hogar...

Al final terminamos por jugar a la petanca, que es nuestra forma de olvidarnos del asunto y de intentar vivir en paz y armonía. La playa estaba prácticamente desierta y la arena aparecía tersa y limpia, con un mar en calma, viento suave y algunas bandadas de gaviotas que no parecían tener miedo a nadie.

Al volver a la ciudad, pasamos por la Cruz de la Cerrajería, la preciosa plaza del Barrio de Santa Cruz. Por supuesto, el único que la veía era yo... Era Viernes de Dolores y ya se percibía en el ambiente que se acercaba la Semana Santa. Al menos, eso me parecía a mí... Joan decía que era lunes y los demás defendían que debía de ser domingo. Yo esperaba la presencia de Jesús de Nazaret, que se dejaba caer por allí de vez en cuando. Tampoco nos poníamos de acuerdo sobre este personaje... Unos decían que era Buda, otros que Confucio, otros que Gandhi... Al describirlo, cada cual decía una cosa... Yo lo veía alto y delgado, con cara de bueno. Su mirada era limpia y bellísima y siempre tenía una palabra amable y una frase aleccionadora para quien quisiera escucharle. Yo me senté en el suelo y escuché a Cristo junto con mis compañeros y un buen grupo de personas más que pasaban por allí. Cuando todo terminó, cada cual contaba una cosa y el discurso parecía no ser el mismo para nadie... 

Ya caía la tarde y oímos por unos altavoces que venía gente nueva. Como era nuestra costumbre, nos acercamos a aquellas grandes puertas. Aquello era lo único en lo que nos poníamos de acuerdo, aquel lugar era el mismo para todos. No tuvimos que esperar mucho. Unos minutos más tarde, un nutrido grupo de personas de todas las edades irrumpió en la gran plaza. Vi a un hombre alto, con boina negra y aspecto venerable, acercarse a mí. Le oí decir con una exclamación: ¡Bilbao!

En aquel momento no pude evitar pensar: “¡anda y que te den...!”




              



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