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La primera vez



Carmela González Minguillón

24/10/2015



Stephen J. Sullivan
Stephen J. Sullivan

Su mano temblorosa tomó la pluma, la acercó al tintero abierto encajado en el pupitre y sintió en su interior el frescor de aquel líquido azul marino, que ondeaba dentro del frasquito de cristal tiñendo sus paredes. Las rodillas soportaban todo el peso de su cuerpo apretándose contra el banco de madera que resultaba duro y rugoso; la erosión del tiempo había dibujado el relieve de las betas, cuyos salientes se clavaban en su piel y hallaban resistencia en el hueso de su espinilla.
 

Con mucho cuidado escurrió la tinta sobrante de la plumilla y cuando creyó que ya no iba a gotear, elevó el palillero sobre aquel papel rayado de un blanco gastado; posó la punta en el extremo izquierdo de la primera línea y dibujó una M de caligrafía, como aquella del cuaderno que la señorita Herminia le había dado el primer día de clase.
 

Por primera vez iba a escribir lo que ella quisiera con pluma y tinta de verdad. Un privilegio reservado a las alumnas que ya habían demostrado un buen aprovechamiento.
 

El sonido casi imperceptible del roce de la pluma sobre el papel y el asombro de que la tinta azul siguiera exactamente el camino que ella quería, produjo en la pequeña Celia tal arrobamiento que se olvidó por completo de las advertencias de la maestra sobre el peligro de los borrones. Siguió moviendo su mano haciendo giros y alargando las líneas intermedias, como en una danza suave y elegante, cuya melodía parecía venir de un lugar desconocido y recóndito de su interior.
 

Sintió que un hilo invisible salía del corazón por una de sus venas atravesando su pecho de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, como le habían dicho que debía escribirse, y recorriendo su brazo derecho salía entre los dedos índice y pulgar llevándose algo de lo que ella había guardado con tanto secreto.
 

No estaba segura de querer compartir algo tan íntimo y, sin embargo, experimentaba un placer indescriptible al ver cómo su sentir se convertía en signos que a su vez significaban justamente lo que ella llevaba dentro. Había algo de alivio y ligereza en soltar, dejar salir y verlo fuera. ¡Verlo fuera!
 

¡Pero ahora todos podrían verlo! Cualquiera sería testigo de sus sentimientos a poco que se acercara a su pupitre y mirara por encima de su hombro. De pronto, un sudor frío inundó sus manos y el palillero se escurrió sin remedio de sus dedos.
 

Sobre aquel encaje de líneas perfectas una gran mancha de tinta azul de bordes irregulares y oscuros, había dejado al descubierto sólo algunas palabras: “Mi amor es ”
 

Pasado el primer momento de estupor, una sonrisa pícara se dibujó en sus labios. Nadie descubriría el secreto de su corazón hasta que ella quisiera. Entonces se lo haría saber a él. Ya había aprendido el camino.





              



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