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De obligado cumplimiento



Rafael Gil Sánchez

24/09/2015



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El Sr. Arturo era una persona inteligente, culta y sobre todo educada. Le conocí hace muchos años. Excelente filatélico, tenía suscritos en la oficina un número determinado de series. Le entregaba las carpetas con los sellos en el mostrador o en el pupitre y él, que parecía disponer de todo el tiempo para sí, lenta y minuciosamente con lupa y folleto, comprobaba una y otra vez las piezas. Al hombre, el que yo le dejase a su albur -que ya digo era de ritmo parsimonioso cortando y separando los sellos- el efecto de confianza recibida llamaba tanto su atención que, agradecido por la deferencia, se enternecía. Cuando al cabo de un largo rato ya tenía el listado formalizado y  me llamaba para que revisase y diese conformidad al detalle y suma que, con números perfectamente rotulados horizontal y verticalmente hacía, yo, sin apenas mirar la relación, le decía, Sr. Arturo, suma correcta. Más él insistía una y otra vez ¡Compruébelos, por favor! Hasta que finalmente yo revisaba una cuenta a sabiendas que era perfecta en todo. Esto sucedía una o dos veces al mes. 

Tantos años de relación dio lugar a empatías y momentos de cercanías. En donde más de una vez y seguramente motivado por esa impronta mental que cadenciosamente en los humanos incide una y otra vez en recordar hechos que han constituido momentos cruciales en sus vidas, relataba su origen humilde. Las dificultades que le conllevó estudiar durante la mili la carrera de Perito Mercantil. Las oposiciones al Estado y la satisfacción de sacar el número uno. Y  ello, en los tiempos de la post guerra. 

El hombre ocupó un cargo de relativa importancia en la Administración. Yo sabía de buena tinta -seguramente porque sus raíces humildes le inclinaban a dar respuestas coherentemente humanas- que todas las personas que a él acudían recibían -sobre lo que les concernía- un trato más que esmerado: exquisito y satisfactorio. Y él, humildemente, de ello se sentía ufano. Pero todos esos retos que fue superando en su vida a base de inteligencia, tesón y humanismo, se toparon con una esencia consustancial al individuo: el amor. A todos nos sucede. Es una necesidad mental y biológica que se enmarca en la propia evolución de la especie. El asunto es que el hombre fue a enamorarse de una rica y guapa heredera. Y ahí empezó otro reto. 

Una permanente adecuación que, tácitamente, le exigió la nueva familia. Su origen pobre y humilde, le obligó a pretender que era -cual si fuese una nueva oposición- merecedor de acceder a la escala social que optaba. Pero ello había que demostrarlo con un grado profesional adecuado y, por supuesto, de conformidad a la alcurnia y/o al nivel social optativo, bien retribuido. Y como si de un lenguaje administrativo se tratara y al que estaba bien acostumbrado, asimiló que para entrar en la nueva parentela, aquello que por escala social se le exigía, era de obligado cumplimiento. 

Y a ese nuevo examen se auto obligó: demostrar que valía. Huelga decir que lo consiguió con matrícula de honor. 

En el ocaso de su vida este buen hombre -según su estado de ánimo- refería a las personas que consideraba su acontecer: demostrar durante años y años que mereció acceder al nivel social de su familia política. 

También, y con el lenguaje administrativo de a todos los efectos, había que incidir que intelectual, cívica y culturalmente su listón estaba muy alto. Y tengo mis dudas que alguien en la familia de su mujer hubiera podido superarle. Más él –pues estaba preparado para ello- retenía en su psiquis -como retienen las abejas en su pequeño cerebro el trayecto que han de recorrer hasta encontrar la comida, libar y volver al panal- el largo camino que anduvo desde su origen hasta su destino para cumplir sobrada y adecuadamente el programa exigido por la norma social impuesta. Y a fe que lo consiguió.
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La alegoría referida al Sr. Arturo nos lleva indefectiblemente a introducirnos en un sistema de relación que los humanos hemos creado: las castas sociales. No sólo las hay en la India. Existen, con nombre diferentes, en cualquier país del mundo. En España también. Acentuadas en cualquier estrato social, económico, financiero, político, religioso, funcionarial, burocrático, cultural, etcétera,. Entes diferenciales que en nuestra realidad, son jerarquías gremiales de distintos grados. Escalas ficticias; creadas artificiosamente por el ego humano en donde cada escalón es una meta a conseguir y al que, por estímulo propio, obliga la impuesta competitividad. Entendiendo como escala social, el hecho diferencial -status profesional y/o personal- individual. 

Puesto que nos atañen en el grado las relaciones y una vez alcanzado el objetivo, las aceptamos con actitudes y patrones de similares comportamientos; dado que se enmarcan en formas aprehendidas y estipuladas, que están diseñadas para que seas no cómo eres, sino -según rol establecido- como debes ser y se espera que seas. 

Como rizo complementario es normal en esos ámbitos estereotipados, mirar con altanera displicencia hacia abajo y con envidia y sumisión a los de arriba. Todo ello es paradigma de formas jerarquizadas y protocolariamente impuestas por la ciega soberbia. 

Lo que socialmente podríamos llamar de obligado cumplimiento.
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