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A la búsqueda del Dios interior



Maria Pinar Merino Martin

19/11/2021

En los comienzos de su andadura evolutiva, el ser humano de la Tierra era inconsciente de sí mismo. Las leyes de la Naturaleza regían su vida, se sentía parte de algo mucho más grande, integrado con los demás elementos de la creación, vivos e inertes, visibles e invisibles, formando un Todo armónico.



Photo by Marek Piwnicki on Unsplash
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Sin embargo, a partir de un momento determinado, ese ser humano adquiere consciencia de sí mismo, se convierte en un ser autónomo, libre, con poder de discernimiento y capacidad de elección. Empieza a olvidarse de su cercano pasado y se dirige de forma inexorable hacia un futuro incierto, marcado por el aprendizaje derivado de la observación y la experiencia, en el que tendrá que ejercitar continuamente una herramienta recién estrenada: su libre albedrío.
 
No obstante, sigue sintiendo dentro de sí, aunque de forma vaga, la sensación de venir de algo o de alguien, y es entonces cuando comienza a buscar su origen, pero no en su interior, sino fuera, en las cosas que le rodean.
 
Así, empieza a temer todo aquello que no comprende o cuyo origen desconoce, dando carácter «divino» a lo que considera superior: los fenómenos atmosféricos, los cambios de la Naturaleza, los animales, los astros, la enfermedad, la muerte... todo aquello en lo que vé fuerza que él no domina. Es su respuesta a la necesidad de sobrevivir en un mundo incierto y peligroso.
 
Muy pronto empiezan a surgir individuos que pretenden estar más preparados para tratar de mediar entre Dios y los hombres y mujeres, y es así como van apareciendo las RELIGIONES. Cada vez con un mayor grado de jerarquización, de ritos inexplicados y liturgias de gran complicación. Con el paso de los años, se empiezan a acuñar misterios y dogmas, creándole la sensación de que jamás podrá comprender a Dios, el cuál le es presentado como un ser Omnipotente, Todopoderoso y lejano, al cual pertenece como algo más dentro de su creación.

Las religiones institucionalizadas

Photo by Noah Holm on Unsplash
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Las religiones, al institucionalizarse, han manipulado un sentimiento innato en el ser humano para proteger los intereses de unos pocos en perjuicio de una mayoría. En su origen partieron de un tronco común, sin embargo, las circunstancias sociales, económicas, políticas, históricas... han ido variando la «interpretación» de ese sentimiento hasta hacerlo irreconocible. Cada una se ha presentado como poseedora de la verdad, la única verdad, exclusiva y excluyente y, para defender su supremacía, no han dudado en enfrentar a los seres humanos. Las guerras por motivos religiosos son un buen ejemplo de hasta dónde puede conducir la cerrazón y la soberbia. El afán por separar los buenos de los malos, los fieles de los infieles, los merecedores de eternas glorias, de los merecedores de eternos castigos... llevarían al ser humano, con un mayor desarrollo intelectual, a cuestionarse su validez.
 
Durante muchos años, los sentimientos internos que impulsaban a hombres y mujeres por ese camino de religarse, de reencontrar a Dios, quedaron ahogados, congelados en religiones plagadas de formalidades y mandatos. Se colocó a Dios fuera, robando así al ser humano la misteriosa relación con lo sagrado que lleva dentro de él. No hay nada tan castrante, y a la vez tan peligroso para la psique humana, como una religión sesgada y manipuladora de los sentimientos transcendentes del ser humano.
 
Sin embargo, para muchas personas la religión institucionalizada sigue siendo necesaria porque su cultura (no su filosofía) se basa en preceptos religiosos que han sido transmitidos de padres a hijos durante milenios, lo que ha propiciado su inclusión en el inconsciente colectivo de una manera muy arraigada. Tal es así, que la cultura religiosa se ha convertido en una cuestión social y en causa de debate para sesudos teólogos que no se cuestionan el origen de las cosas, sino la interpretación de los hechos subsiguientes al origen. Son aquellos que buscan en el libro de leyes olvidándose del espíritu de la ley.

Photo by Tim Mossholder on Unsplash
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Religare: Volver a unirse

El sentimiento religioso del ser humano, su necesidad de religarse, es demasiado grande para sentirse cómodo en un traje tan estrecho que le impide moverse, manifestarse como es: libre e independiente y, al mismo tiempo, unido a sus semejantes y a la naturaleza por lo que tiene de común con ellas: la esencia de Dios.
 
El ser humano de principios del siglo XXI se encuentra sumido en una profunda crisis de valores. Las viejas creencias ya no sirven, pero resulta difícil encontrar otras nuevas para reemplazarlas. Estamos tan acostumbrados a que los demás nos digan por dónde dirigir nuestros pasos, que es complicado encontrar la filosofía de vida que nos acerque, cada día un poco más, a ese ideal de perfección que intuimos.
   
El ser humano de hoy está dejando de buscar a Dios fuera de él -tal y como le han enseñado las instituciones religiosas- y ya no siente la necesidad imperiosa de encontrar modelos a los que imitar -avatares, gurús, profetas- abandonando, poco a poco, las religiones institucionalizadas tan llenas de ritos, liturgias y dogmas...
 
...Así, se enfrenta abiertamente a su sentimiento interno de transcendencia, a su RELIGIOSIDAD, percibido como el impulso que le lleva a volver al origen, a reencontrar el camino de vuelta hacia la esencia que palpita en lo más íntimo de su ser. De ese sentimiento participan todos los seres humanos, sin distinción de razas, educación, culturas o circunstancias.
 
Posiblemente, existan tantas formas de religiosidad como seres humanos. Si éstos toman consciencia de que nadie puede decirles como canalizar su religiosidad, empezarán a ejercer su autorresponsabilidad en el proceso mismo de la creación.

Photo by nega on Unsplash
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Una filosofía de vida

La búsqueda de respuestas a las eternas preguntas que los seres humanos se formulan sobre su origen y su destino, permitirá ir construyendo una filosofía de vida que les mostrará su verdadera dimensión y el acceso a la comprensión de las leyes que rigen el Universo. Sólo quienes sean capaces de levantar su consciencia por encima de las definiciones absolutistas del pasado, podrán ver el horizonte relativista de la evolución humana.
 
Esos postulados nos hacen mirar hacia las antiguas tradiciones, hacia la enseñanza de las escuelas herméticas, hacia la filosofía perenne, hacia la síntesis del conocimiento entre Oriente y Occidente, hacia Jung como padre de la psicología transpersonal... En definitiva, hacia la creación de un nuevo paradigma religioso que podríamos llamar: el Dios interior.
 
El miedo a lo desconocido, a la ira de los dioses, a nuestra propia transcendencia, es lo que mantiene vivas a las instituciones religiosas. Si Dios nos creó a su imagen y semejanza, hora es ya de descubrir por nosotros mismos en qué consiste esa semejanza, y si, finalmente, nos damos cuenta que es bien cierta la famosa leyenda que figuraba en el frontispicio del Templo de Delfos: «Conócete a ti mismo y conocerás a los dioses», habremos llegado a la conclusión de que los rezos del rosario, las vueltas de los molinillos tibetanos o las oraciones mirando a la Meca, son sólo las distracciones que los intermediarios nos han ido imponiendo para seguir manteniendo el monopolio espiritual de las religiones, monopolio que, sin duda, les ha reportado, a lo largo de la historia, no pocos beneficios.




              



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