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La montaña de la humildad



Antonio Cortés

14/10/2022

La luz de media mañana se filtra entre las hojas de los árboles y templa el aire frío. Presiento que una paz profunda se acerca cabalgando hacia mí a través de los rayos solares. Estoy muy cerca del valle de Valdeflores, junto a la Montaña sagrada de Cáceres, el santuario natural que lleva meses defendiéndose del ataque minero de la fiebre del litio, y que se resiste a ser reducido a un profundo cono de dolor, un hondo sarcófago de oscuridad, una inmensa boca de espanto gritando a cielo abierto.



Foto de Jan en Unsplash
Foto de Jan en Unsplash
A pesar de la amenaza cierta, a pesar de la espada de Damocles que pende sobre el futuro de esta ciudad de cien mil almas, no me impaciento. Ningún temor me alcanza ya. Esta luz y este aire puro me sosiegan. Mi cuerpo reacciona a un impulso que me hace agacharme y descender aún más hasta que acabo en cuclillas sobre la tierra reseca. Observo muy próximas las piedrecitas, que me parecen inmensos obstáculos dispuestos por una mano juguetona para probar las habilidades escaladoras de las hormigas.
 
Estoy muy cerca de la tierra. La tierra… Recuerdo que los latinos la llamaban “humus”. Este nombre es hoy un término que define el material procedente de la descomposición de la materia orgánica. Es curioso: nos creemos los reyes de la Creación, pero nuestros restos mortales se reducirán de nuevo a los elementos químicos que inicialmente nos prestó la tierra, y que dieron soporte biológico a la génesis y pervivencia de los reinos vegetal y animal. Y después, nosotros. Y después de nosotros, de nuevo la tierra. Así el círculo se cierra.
 
Por eso reverencio la tierra de la que procedo y a la que regresaré cuando complete mi ciclo vital. Se lo digo, y sé que sonríe. Me siento embargado por un intenso sentimiento de humildad. “Humildad” … Esta palabra también procede de “humus”, y ahora me está devolviendo anticipadamente a la tierra. No hace falta morir y regresar a ella para ser humilde. La humildad no es más que el reconocimiento alegre y agradecido de que aquello que pisamos es lo que nos sostiene. El efecto de la humildad es permitirnos reconocer el lugar del que surgimos, la sopa olvidada de nuestra procedencia, aquello que infravaloramos cotidianamente porque nos hemos acostumbrado a no mirar hacia abajo, a ignorar el pasado que nos permitió alzarnos sobre dos extremidades, a mirar de lejos y a soñar un futuro que nunca llega.
 
Dice la mitología que el titán Prometeo creó al primer ser humano moldeándolo laboriosamente a partir del barro. El barro, la tierra… Por eso nos llamamos “humanos”, para recordar esa misma raíz de “humus”, que está tanto en las palabras como en la realidad expresada por ellas. La tierra, de nuevo.
 
Con el corazón lleno ya del abrazo de esa tierra maternal y generosa, levanto la vista y me alzo. Frente a mí diviso de nuevo la Montaña, que domina la ciudad de Cáceres. Pero ahora siento su humildad. Me está hablando en el mismo lenguaje humano que he aprendido a escuchar. Y entonces sé que soy uno con ella; y que ella late en mí. Sé que nos necesitamos mutuamente. Y comprendo que la humildad es el único sustrato a partir del cual es posible este milagro que llamamos vida. Esto no lo han descubierto aún los humanos olvidadizos que gobiernan Sacyr, Valoriza Minería y Plymouth Minerals, que desde su soberbia empresarial permanecen sordos al grito de silencio que emana humildemente de este terruño y hasta del planeta Tierra entero. Ya les llegará su momento de comprensión cuando les alcance un relámpago de humildad. Porque todos, antes o después, regresaremos a la tierra, al humilde humus…
 
¡Gracias, Montaña! Gracias por permitirme reconocerme como humano, por salvarme de mi sueño de arrogancia mientras creía que yo era quien te estaba salvando a ti.




              



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