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Quiero hacerlo mejor (parte 2)



José Luis Pérez Torralba

25/10/2024

Dice el refrán que “querer es poder”. Las actitudes, hábitos, costumbres… que reconocemos negativas en nuestra vida y consideramos un lastre para nuestro desarrollo personal, nuestras relaciones sociales y nuestros proyectos, seguirán con nosotros mientras no estemos convencidos de estas dos realidades:
Primera, podemos cambiar con las ayudas y actuaciones adecuadas.
Segunda, debemos ser conscientes de que queremos ese cambio, porque si no hay voluntad de movimiento “el tren”, aunque pueda, permanecerá parado.



Foto de Centre for Ageing Better en Unsplash
Foto de Centre for Ageing Better en Unsplash
El cristal y la porcelana son materiales frágiles. Cualquier golpe o caída los rompe y hacen de su primitivo aspecto algo irrecuperable. El barro tierno, sin embargo, es maleable. La presión de un golpe o el impacto de una caída deforma su aspecto, pero las imperfecciones surgidas son fácilmente reparables y los hábiles dedos de un alfarero pueden sacar de él imágenes de indescriptible belleza. Las personas, gracias a Dios, tenemos alma de barro maleable y podemos “ahogar el mal en abundancia de bien”.
Continuamos con nuestro ranking de actitudes mejorables en la docencia.
 
  1. Valorar sólo los resultados de los alumnos olvidando el proceso de aprendizaje que estos siguen…
Al principio yo lo hacía: “A ver, os digo las notas del examen de ciencias…”. Con el tiempo vi que aquello, si bien era reconfortante para los alumnos más aventajados, era frustrante para aquellos que se esforzaban y no conseguían una calificación adecuada. Llegué a la conclusión de que debía suprimir los tradicionales números de las calificaciones, ya que generaban competitividad insana entre algunos alumnos, y los sustituí por palabras más genéricas: sobresaliente, notable…, insuficiente. Además las pruebas escritas, los tradicionales exámenes, no se hacían públicos sino que se repartían en privado para que cada alumno pudiese revisar lo realizado y reconocer sus errores. Y todos tenían la oportunidad de hacer preguntas y de expresar por qué creían que se equivocaron en esto o aquello. Lo importante no era la nota, era el camino seguido para llegar a ella, eran los esfuerzos o las negligencias vividos, los ejercicios hechos u omitidos en la clase, el trabajo en grupo realizado, el cuaderno de campo elaborado día a día con entrega, o no, y con constancia, o no. El placer de aquel viaje que mis alumnos y yo hacíamos juntos no era llegar a una meta, era recorrer el camino y apreciar su belleza valorando lo nuevo que cada día nos enseñaba la vida y el trabajo de haberlo conseguido con legítimo esfuerzo.
 
  1. Pretender que todos los alumnos salgan sabios y perfectos de nuestras clases…
¡Cómo desean tantos y tantos docentes que todos sus alumnos sean los más listos del mundo, que los exámenes salgan perfectos, que los suyos sean los más destacados en las promociones de estudiantes y los más admirados en los centros educativos! Y cuando comprueban que esto no es así se enfadan, y de su boca salen expresiones como estas: “¡Es que no estudiáis!”, “¿Pero no veis lo fácil que era esta pregunta?”, “¡Anda que no estuvimos repasando esto en clase una y mil veces!”. ¡Qué ilusión tenía yo también con que todos mis alumnos aprendieran esto o aquello!: las maravillas de los procesos geológicos del planeta, el porqué de la solución de aquel problema matemático, las causas y consecuencias sociales y políticas de aquel acontecimiento histórico… Pero no siempre y, sobre todo, no todos llegaban a ello. Me di cuenta entonces de que cada alumno era un vaso vacío que yo debía llenar de sabiduría, pero que cada vaso tenía una forma, un tamaño y capacidad diferentes. Ni todos podían asimilar lo mismo, ni todos entendían de la misma manera. La inteligencia, la memoria, la retentiva, el razonamiento, la capacidad de relacionar, la fluidez verbal, la comprensión de los fundamentos… eran diferentes en cada uno de mis alumnos. Y llegué a la conclusión de que mi tarea no era echar en cada vaso vacío la misma cantidad de enseñanza, sino llenar a tope cada vaso con aquello que era capaz de retener. Y con el tiempo experimenté incluso que algunos de aquellos vasos tenían imperfecciones, fugas, irregularidades, poros y grietas por donde las enseñanzas recibidas se escapaban de ellos. Y también esos alumnos eran merecedores de mi esfuerzo, mi entrega y mi cariño.
 
  1. Intentar corregir los errores de los alumnos con sanciones y regañinas en vez de con comprensión y empatía…
Es quizá el recuerdo de los momentos en los que yo regañé o castigué a un alumno, convencido de que era por su bien, lo que hoy más me aflige y me apena. No digo que todas las regañinas o castigos hayan sido injustos y estoy convencido de que muchos de ellos han sido no sólo merecidos, sino también agradecidos por los alumnos que sacaron de ellos un fruto positivo. Me refiero, por contrario, a todas esas ocasiones en las que el docente no sabe ponerse en el lugar del alumno; a aquellas en las que lo que cuenta es sólo el punto de vista del profesor, lo establecido, la norma; a las que las palabras que salen del profesor no tienen respuesta porque los oídos de éste están cerrados a la escucha; a todas las que son fruto no del interés por corregir al alumno, sino de la necesidad de manifestar un desahogo personal. Estas y otras modalidades similares de regañinas o castigos no hacen sino lo contrario de lo que debían pretender: generan en los alumnos resentimientos, enquistan malas actitudes, crean abismos emocionales, y bloquean la esencia de la docencia, que es enseñar y educar. Cuando el cariño esta por medio (y no cabe duda de que en la relación docente-alumno debe estarlo), lo que surge espontáneamente ante una mala conducta o un error manifiesto, no es el reproche, la frase agria, las palabras violentas o los gestos amenazadores, sino la mirada comprensiva, la sonrisa de perdón, las palabras de aliento, la invitación amorosa a la reflexión, la indicación de que las cosas se pueden hacer mejor, la confianza en que el futuro puede remediar el mal pasado, la conciencia de que poniendo cada uno de su parte las cosas entre todos salen mejor.
 
  1. Tomar el monopolio de la clase sin favorecer el diálogo y la participación…
Es la miniconferencia en clase, el contar de corrido el desarrollo de un tema, elaborado paso a paso y siguiendo un riguroso orden lógico. Quizá en estudios superiores tenga cierto sentido (no estoy convencido del todo), pero en primaria y secundaria es algo poco o nada pedagógico, y yo lo he visto hacer a mis compañeros más veces de las deseables. Los niños y jóvenes, alumnos, sí necesitan asimilar enseñanzas de una manera cognitiva y lógica, pero sin dejar de lado lo experimental, lo vivencial, lo intuitivo, lo creativo. No se trata en la educación de formar personas grabadoras-reproductoras de lo que oyen o leen, se trata de formar personas críticas, que valoren los conocimientos que les llegan y los integren en su vivencia académica, que sean capaces de deducir y generar posiciones propias, personales y originales ante situaciones de aprendizaje planteadas. No se trata de sobrevalorar la memoria y la exposición fiel del modelo aprendido ni de crear enciclopedias humanas, se trata de extraer la sustancia primordial de las enseñanzas y conseguir que los alumnos elaboren recorridos propios de adquisición de conocimientos y destrezas. Se trata de hablar… y escuchar, de favorecer mediante preguntas oportunas la elaboración de respuestas personales, el debate y el diálogo para llegar entre todos a conclusiones acertadas. Se trata de crear un foro académico en clase, de llegar a acuerdos cuando los puntos de vista son diferentes, de demostrar lo erróneo de determinadas conclusiones mediante la palabra razonada, no mediante el “porque lo digo yo”. Se trata de experimentar el camino para llegar a aprender, de estudiar los datos para elaborar teorías y concluir certezas. Se trata en definitiva de formar y educar.
 
  1. Creer que mi método es el mejor poniendo en menos valor otros métodos diferentes que utilizan mis compañeros…
A los docentes nos cuesta mucho cambiar nuestra forma de enseñar. Todos tenemos nuestras estrategias adquiridas con la experiencia y muchas veces caemos en el error de pensar que son las mejores. Yo también elabore un método propio de enseñar. Y no era precisamente cómodo. Cuando lo habitual era repetir la lección aprendida de un libro, resolver problemas y elaborar escritos a partir de unos modelos presentados, yo me aventuré por el mundo del razonamiento crítico para todo, del uso de la imagen como herramienta para transmitir conocimientos, desterré los libros de texto elaborando los míos propios, incorporé la experimentación, la creatividad, el análisis y la deducción a mis clases, desarrolle temas mediante el trabajo en taller y creí a pies juntillas que mi método era el mejor. Y ciertamente era un buen método, respetuoso con la psicología de mis alumnos y capaz de generar en ellos motivaciones para el estudio. Pero con el tiempo, observando lo que otros compañeros hacían en su clase y hablando de temas educativos en foros adecuados, descubrí que había cantidad de métodos y estrategias diferentes a los que yo utilizaba, y que eran capaces de motivar de igual forma y de conseguir idénticos, e incluso mejores, resultados. El pecado de soberbia me hizo reflexionar y hacerme humilde en el mundo de la educación.

Queridos amigos y amigas. Esta lista se podría ampliar con los recuerdos de aquellos momentos de infancia y juventud que cada uno de vosotros pasasteis en un centro educativo. Y hablar de ello daría para mucho. Pero por hoy lo dejamos aquí. Queda escrito con la ilusión de una experiencia transmitida y la esperanza de que la educación de nuestros niños y jóvenes sea cada día más auténtica.




              



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