Ana



Matilde Hernández Marín

02/07/2021

Tengo, como enfermera, asignados los enfermos incapacitados de una doctora de mi Centro de Salud. Un día me pasaron el aviso de una nueva enferma a la que se le había diagnosticado un cáncer en fase terminal. Acudí al domicilio y me encontré tumbada en un sofá a una señora de aspecto dulce y enternecedor. Era extremadamente amable y resultaba muy grato hablar con ella.



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Era una mujer tierna, suave y cálida que me recibió con mucha cordialidad.
 
“Me encuentro bien –me dijo- sólo un pequeño malestar en el vientre”.
 
A su lado, con los ojos brillantes por la emoción, un hombre más joven permanecía de pie, callado, pero visiblemente emocionado.
 
Al terminar la visita rogué a ese hombre que me acompañara a la puerta.
 
No se agobie, sólo dele mucho cariño” –le dije y pensé para mis adentros: ¡Que fácil es aconsejar!
 
Pasado un tiempo y aunque volví a la casa y llamé repetidamente por teléfono no logré contactar con ellos. Por fin dieron señales de vida: Se habían ido a casa de una hija de Ana.
 
Fui a visitarles y después de un rato de charla con madre e hija, se me ocurrió preguntar por el hombre joven que estuvo presente la vez anterior.
 
¿Mi hermano? –pregunta Ana- Bien, en el pueblo”.
 
Mamá, cuéntale la verdad. Ella te está preguntando por José” – aclaró sonriendo su hija.
 
Entonces ella se rio y en sus ojos empezó a brillar una luz diferente mientras me contaba su historia. Me hizo reír y emocionarme con su relato. José era su amor de madurez, su amigo, su compañero. Alguien que Dios le regaló para disfrutar sus últimos días.
 
Cuando él llegó interrumpió su relato y le dijo riendo:
 
“José, dile a Mati qué ha de hacer para encontrar el Amor”.
 
Y él contestaba también riendo:
 
Pierde el reloj, piérdelo, es lo mejor”.
 
Ana y José se encontraron en un parque porque a Ana se la había parado el reloj. Necesitaba saber la hora para recoger a sus nietos y, como iba con una amiga, se atrevió a preguntar la hora a aquel desconocido que descansaba bajo un árbol.
 
José tenía escrita su historia, la que comenzó a partir de aquel encuentro y prometió hacerme una copia para que pudiera transmitírsela a las personas a las que yo pensara que podía interesar. Una historia de amor de dos adolescentes, cómo él la consideraba, sólo que los protagonistas eran una joven de más de ochenta años y de su amigo, diez años menor.
 
José desapareció cuando ella se marchó y no puedo enviaros su relato, quizás algún día logre recuperarlo. No obstante, yo había asumido el compromiso con Ana de compartir sus ideas. Ella quería que todo el mundo supiera que no importa la edad, nunca importa la edad, pero mucho menos en el terreno del amor, que el AMOR existe y puede aparecer cuando menos lo esperas, cualquier día de tu vida ¡Sólo hay que perder el reloj!
 
Quiero, desde este pequeño recuerdo, dar las gracias a Ana por transmitirme su ilusión y su fe, esas que yo pierdo tantas veces al doblar cualquier esquina para enfrentarme con los problemas de la vida diaria. Y quisiera decirle que me siento muy afortunada pues gracias a mi trabajo puedo conocer a gente tan maravillosa como ellos dos: Ana y José.
 
Gracias, mi querida Ana. Cumplo mi palabra. Un beso y un abrazo para siempre.
 

Con Amor
Mati (tu enfermera)






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